lunes, 30 de noviembre de 2015

Lyon I

El pasado mayo, en vista de que el tiempo en Zermatt no mejoraba, decidí seguir la recomendación de una compañera griega y dar un pequeño salto a Lyon, aprovechando además que el lunes era fiesta.

Después de una hora de avión y de unos cuarenta minutos en tranvía y metro, emergí en pleno centro de la ciudad, en medio de … una manifestación. No cabía duda, estaba en Francia.

Camino con la vista puesta en subir a la Basílica de Nuestra Señora de Fourviere, pero antes veo la iglesia de St.-Nizier.



Cruzo entonces el Ródano, paso frente al palacio de Justicia y me adentro por las callecitas del Vieux-Lyon, que están plagadas de cafés, cervecerías y restaurantes.



La catedral de St.-Jean tiene todas las imágenes de la fachada y del interior destrozadas. Es un trabajo hecho a conciencia por el barón de Andrets, calvinista, en el siglo XVI. Dentro, la mayor parte de la iglesia está tapada por un andamio, así que la visita termina pronto. Me quedo sin ver el reloj astronómico.


Allí cerca salen un par de funiculares. Tomo el de la basílica y en un momento estoy allí. Es preciosa, decorada con un estilo muy recargado y hay una misa que dura casi una hora. Aprovecho para hacer fotos del exterior y de las espléndidas vistas de la ciudad.





Bajo y decido tomar entonces el otro funicular, que lleva a la parte de la ciudad donde se concentran más restos romanos

El caso es que están abiertos al público y puedo verlos a pesar de la avanzada hora. Lo principal está formado por dos teatros relativamente bien conservados, pero a los que han añadido escenarios, sillas, barandillas e incluso un par de altavoces enormes. Apenas se distingue lo que es romano bajo tanta carga moderna. Me parece bien que se le dé uso a estos monumentos, pero siempre que se respete su esencia, y no es el caso.




El domingo amanece radiante, con un cielo azul en el que no hay una sola nube. Tenía pensado dedicar la mañana al Museo de Bellas Artes, que con los horarios que se gastan los franceses nunca se sabe y lo mismo me quedo sin verlo, pero con este tiempo cualquiera se encierra en un edificio.

Me lanzo a callejear sin haber desayunado. Me acerco a la iglesia de St.-Buenaventure, que está cerrada. Paso luego junto a un bonito edificio que resulta ser la bolsa y sigo caminando hacia el norte hasta alcanzar la Place de la Comedie, donde está la ópera y la parte trasera del ayuntamiento.





Me asomo al otro río, al Saone, pero enseguida asciendo por una empinada cuesta que me lleva a un jardín desde el que se supone que hay vistas. La verdad es que los árboles y los edificios tapan cualquier vista interesante que pudiera haber.


Por la calle Burdeau llego al anfiteatro des Trois Gaules, que está cerrado por una verja y del que no queda demasiado.


Continúo hacia el oeste y llego a la Place Rouville. Aquí sí hay buenas vistas de la ciudad, de la Tour Métallique y de la basílica de la Fourviere. Desciendo hasta el río y me encuentro con un edificio en el que han pintado personajes lyoneses célebres. Tendré que buscar información, porque no reconozco a nadie.

Cruzo el Ródano por la pasarela St.-Vincent y me acerco a la iglesia St.-Paul que tiene buena pinta, pero no abre hasta las cuatro. ¿Hay algo abierto en este país?




Vuelvo a cruzar el río, esta vez por el Pont La Feuillée y llego hasta la Place des Terraux, donde me esperan el Ayuntamiento y el museo de Bellas Artes. También hay una bonita fuente, llamada Bartholdi.



Había leído que se trataba del segundo o tercer mejor museo de Francia. Hay buena escultura, objetos de Egipto y de Medio Oriente, así como de Roma y Grecia, pero las colecciones son pequeñas.

En cuanto a la pintura, también hay un poco de todo, y encontramos cuadros de Tiziano, Rubens y Veronés junto a otros pintores menos conocidos. Hay algo de pintura holandesa, así como de algunos impresionistas.


De momento lo dejamos aquí; ya volveremos dentro de unos días a seguir con el recorrido.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Oslo II

Seguimos con nuestra visita por Oslo donde lo habíamos dejado, en el museo de los barcos vikingos. Muy cerca tenemos otro museo en el que encontramos edificios típicos pero que no me gustó demasiado. Quizás sólo destaque esta iglesia de madera, el caso es que lo visité al estar incluido en la Oslo Pass y no tener que pagar entrada.



De vuelta al centro, un vistazo al ayuntamiento y al castillo, que sólo vi por fuera, porque me esperaba esta chica para tomarme una cerveza y cenar arenques. Pero estuvo todo el rato escuchando música, sin decirme nada.




El sábado lo dediqué al museo de Munch, en el que había una exposición sobre Van Gogh, pero pocos cuadros del pintor noruego; al jardín botánico, por el que es agradable pasear, y al museo de Ciencias Naturales, que es completamente prescindible.



Por la tarde volví al parque, a ver más esculturas, incluyendo el museo de Vigeland, donde descubrí la fértil imaginación de este fecundo artista. Resulta que las esculturas instaladas en el parque son una pequeña muestra de su obra. Me habría comprado algún libro, pero la oferta era muy escasa y casi todos estaban en japonés.





El domingo se me fue en un suspiro, visitando algunas iglesias, el Parlamento y el Museo de Bellas Artes. Mi tarjeta expiraba 15 minutos antes de que abrieran el museo, pero tuve suerte y ese día la entrada era gratis.







Había regresado el sol y las terrazas bullían de actividad. Pasé frente al teatro y me uní a los locales que disfrutaban del sol y de una cerveza.



Da pena marchar para el aeropuerto con un día así.