viernes, 1 de septiembre de 2023

Skydive Luzern

Saltar en tándem desde un avión es de esas cosas que siempre he querido hacer pero que requería de un empujoncito, nunca mejor dicho. Afortunadamente, la mujer de un amigo le regaló un vale por su cumpleaños y, como él no quería ir solo, al final terminé por acompañarle.




Queríamos saltar en un día soleado y tuvimos que esperar todo el verano hasta la icónica fecha del 11 de septiembre de 2021 para acercarnos al cantón de Lucerna, a unos 45km al sur de donde vivimos. Fue en esa media hora de coche cuando la tranquilidad de los días previos fue dando paso a la excitación y el nerviosismo de vernos envueltos en esta pequeña aventura.




Debido a las precauciones propias de la Covid-19, nos dividieron en grupos para reducir el número de pasajeros y nos tocó esperar otra hora y media, momento que aprovechamos para ver cómo iban llegando otros paracaidistas, apreciando el cuidado con el que guardaban todo en las mochilas. No en vano, su seguridad depende de ello; y la nuestra también.





Thomas nos enseñó en un cursillo rápido, el arnés que llevaríamos, las posiciones que deberíamos adoptar en el salto, la posterior bajada y cómo afrontar el aterrizaje final. No hay tanto que hacer y lo más importante es facilitar la labor al que carga con nosotros, estorbando lo menos posible.




Tranquiliza saber que hay dos paracaídas y que uno de ellos se abre automáticamente a cierta altitud por si, palabras textuales, alguno se duerme en la bajada.




Llenos de expectación, caminamos por la pista hacia nuestro avión. Tiene capacidad para quince personas, pero éramos diez, cuatro clientes con sus respectivos paracaidistas profesionales y dos cámaras que habíamos contratado para que documentaran el salto.






El avión despegó y enseguida inició el ascenso hasta algo menos de 4.000 metros. Nosotros íbamos sentados, mirando hacia atrás en lo que parecía un tubo de pasta dentífrica con una puerta que se abría como una cortina. Por la ventanilla, pero también por la puerta, que abrieron para tener más ventilación y menos calor, atisbábamos el paisaje de campos, poblaciones y lagos que íbamos dejando atrás.






En mi caso, ese fue el momento de más incertidumbre, cuando ves el suelo alejarse mientras piensas que en unos minutos vas a estar sentado con las piernas colgando a varios miles de metros de altura. Menos mal que tenía muy claro que quería saltar y que, por mi forma de ser, en situaciones como ésta confío ciegamente en los profesionales. No en vano, ellos lo hacen unas 8-9 veces al día.






Mi amigo fue primero, y yo inmediatamente después. Nos habían pedido que echáramos la cabeza hacia atrás y que nos sujetásemos con las manos al arnés por motivos de seguridad, aunque yo sospecho que la verdadera razón es evitar infartos, je, je.






Entonces, empiezas a caer ganando rápidamente velocidad, y el corazón se te sube a la garganta durante unos escasos segundos. Según nos dijeron, se alcanzan los 200 kilómetros por hora, algo que se aprecia en cómo se pliega la piel por la fuerza del aire.






Enseguida nos tocan en los hombros, que es la señal acordada para que abramos los brazos mientras caemos. Son cincuenta segundos de pura velocidad en caída libre hasta que se abre el paracaídas, tras lo cual nos quedan otros tres o cuatro minutos hasta tocar tierra.

 





Se trata de un salto relativamente largo para los estándares militares, pero que se pasa demasiado pronto y enseguida quieres volver a repetir. Me recuerda a cuando de niños nos tirábamos por el tobogán y ya estábamos subiendo otra vez por la escalera.





Tom me dejó gobernar el paracaídas, girando primero hacia un lado y luego hacia el otro, para retomar pronto el control según nos acercábamos al punto de aterrizaje. Allí nos esperaba más personal, empuñando cámaras de vídeo.





Aterrizas y no eres consciente de lo que has hecho; es unos minutos después cuando te viene la ola de euforia que te hace reír sin parar. Hay quien decide saltar sin contratar fotos ni vídeo, pero nosotros teníamos claro que queríamos ambos, al menos en esta primera vez. Es caro, pero el recuerdo dura para siempre.





Tuve muchas dudas sobre si tirarme con o sin gafas, y al final decidí llevarlas, lo que fue una decisión acertada, pues te dan un protector para evitar que se caigan. Por supuesto, vaciamos todos los bolsillos antes de subir al avión.




Los dos somos carnívoros empedernidos, y ya teníamos pensado el restaurante donde iríamos a almorzar, un viejo conocido en el que sirven una carne estupenda que devoramos en un santiamén.




En resumen, para los que quieran saltar, menos miedos y adelante, que es una experiencia inolvidable siempre que se haga con los medios y las personas adecuadas. Porque me gustaría aclarar una cosa, más aún después de la reciente desgracia con el submarino que pretendía visitar el Titanic. Siempre existe la posibilidad de que haya accidentes, aunque estés en el salón de tu casa, pero hay una gran diferencia entre contratar buenos profesionales que cuenten con el equipo adecuado e ir a tu aire o con piratas sin medios ni experiencia suficiente. Nunca recomendaría hacer una actividad de riesgo sin haber comprobado antes los estándares de seguridad. Dicho esto, el paracaidismo en tándem lo considero seguro. Nadie que salte una decena de veces al día sobrevive si no lo fuera.