Son las cuatro de la mañana, hora española, aunque mi reloj biológico anda un poco atrasado aún. Dentro de tres y horas y media aterrizaré en Madrid sin haber descansado gran cosa, así que mañana va a trabajar Rita, porque un servidor se quedará dormido en la oficina. Lo siento, Rita, te ha tocado.
Acababa de conciliar el sueño, pero la pareja que llevo detrás de mí me ha despertado. Por lo que he podido deducir, él ha tirado su copa de vino sobre ella. Escasos reproches, sonidos de falda empapada y olor a cristales rotos (o era al revés) Suspiros, un estornudo y silencio de nuevo.
El piloto, aburrido, nos lleva por caminos sin asfaltar, en una montaña rusa de turbulencias. Que digo yo, ¿cómo piensa acertar con Madrid? con lo oscuro que está esto. El Atlántico, a no se cuántos miles de pies por debajo de nuestra panza repleta de cena apresurada y vino tinto, no se distingue entre tanta negrura. ¿Cómo encontraremos Europa, que está mucho más lejos? La Tierra gira pa cá, así que malo será que no demos con casa.
En el asiento de al lado llevo a un americano simpático que porta una naranja. Que digo yo que llevar una naranja a España es como ir con hielo a la Antártida, pero él sabrá lo que hace. Se ha tomado ya cuatro vasos de zumo, y el azafato, en un intento desesperado por evitarse más paseos, ha terminado por traerle un tretrabrick de Don Simón bien lleno. Para que luego digan que los norteamericanos son difíciles de contentar.
De la semanita no les hablo, ya verán un par de fotos cuando las descargue, porque a razón de siete reuniones diarias, más desayuno, comida y cena, comprenderán que no haya hecho nada interesante. Beber mucha agua con hielo junto a la piscina del hotel, hablar del mercado y perder el tiempo, que es para lo que sirven estas reuniones en medio del desierto. Los que vestimos habitualmente de traje vamos de sport y el resto con chaqueta, pero sin corbata, que en USA no se usa.
Acababa de conciliar el sueño, pero la pareja que llevo detrás de mí me ha despertado. Por lo que he podido deducir, él ha tirado su copa de vino sobre ella. Escasos reproches, sonidos de falda empapada y olor a cristales rotos (o era al revés) Suspiros, un estornudo y silencio de nuevo.
El piloto, aburrido, nos lleva por caminos sin asfaltar, en una montaña rusa de turbulencias. Que digo yo, ¿cómo piensa acertar con Madrid? con lo oscuro que está esto. El Atlántico, a no se cuántos miles de pies por debajo de nuestra panza repleta de cena apresurada y vino tinto, no se distingue entre tanta negrura. ¿Cómo encontraremos Europa, que está mucho más lejos? La Tierra gira pa cá, así que malo será que no demos con casa.
En el asiento de al lado llevo a un americano simpático que porta una naranja. Que digo yo que llevar una naranja a España es como ir con hielo a la Antártida, pero él sabrá lo que hace. Se ha tomado ya cuatro vasos de zumo, y el azafato, en un intento desesperado por evitarse más paseos, ha terminado por traerle un tretrabrick de Don Simón bien lleno. Para que luego digan que los norteamericanos son difíciles de contentar.
De la semanita no les hablo, ya verán un par de fotos cuando las descargue, porque a razón de siete reuniones diarias, más desayuno, comida y cena, comprenderán que no haya hecho nada interesante. Beber mucha agua con hielo junto a la piscina del hotel, hablar del mercado y perder el tiempo, que es para lo que sirven estas reuniones en medio del desierto. Los que vestimos habitualmente de traje vamos de sport y el resto con chaqueta, pero sin corbata, que en USA no se usa.
Al menos la cena de ¿ayer? – la última cena en cualquier caso, solo que sin Judas – es de las que te reconcilian con el mundo. En una hacienda a un lado de la carretera pero sin ruido de tráfico, en un patio adornado con un par de fuentes, palmeras importadas del norte de África y soportales con los escudos de las provincias españolas, damos cuenta de tres botellas de champagne mientras nos preparan la mesa. Que nadie se asuste, que éramos siete.
Una mesa muy internacional, de las que me gustan a mí, y que parece de chiste; con una peruana y una mexicana, chilanga ella; escoltadas por un turco y un alemán, a los que acompañan un canadiense y dos españoles como extremos. Pensarán que son pocas mujeres y estoy de acuerdo, pero en un mundo tan machista como el mío, conseguir una mujer en la mesa es un triunfo; dos, un milagro.
La camarera, con zapatos elegantes de tacón alto, vestida mejor que muchas clientes en los restaurantes de Europa, nos atiende con un acento exquisito, pero la delatan esas manos que se le escapan de vez en cuando hacia el brazo del turco. No lo toques, niña, no lo toques, que hace feo. La comida, muy normalita, pero es que estamos en los EEUU. Cuando preguntamos si el cerdo de la carta era negro, un camarero muy serio nos dijo que en todo caso, sería afroamericano.
En fin, estoy aquí porque he llegado.
Una mesa muy internacional, de las que me gustan a mí, y que parece de chiste; con una peruana y una mexicana, chilanga ella; escoltadas por un turco y un alemán, a los que acompañan un canadiense y dos españoles como extremos. Pensarán que son pocas mujeres y estoy de acuerdo, pero en un mundo tan machista como el mío, conseguir una mujer en la mesa es un triunfo; dos, un milagro.
La camarera, con zapatos elegantes de tacón alto, vestida mejor que muchas clientes en los restaurantes de Europa, nos atiende con un acento exquisito, pero la delatan esas manos que se le escapan de vez en cuando hacia el brazo del turco. No lo toques, niña, no lo toques, que hace feo. La comida, muy normalita, pero es que estamos en los EEUU. Cuando preguntamos si el cerdo de la carta era negro, un camarero muy serio nos dijo que en todo caso, sería afroamericano.
En fin, estoy aquí porque he llegado.