La primavera pasada, buscando qué comprar en la
madrileña Feria del Libro, descubrí esta reedición y no pude resistirme. Menos aún cuando ya habíamos decidido cuál sería nuestro viaje en 2018.
Denise Affonço, su autora, nació en Camboya en 1944, de padre francés y madre vietnamita. Es, en sus propias palabras, un producto del
colonialismo, y nos cuenta en este libro su propia historia, que no es la del
país asiático ni la de Pol Pot.
Ya en las primeras páginas, queda claro que vamos a enfrentarnos al horror más despiadado:
“El 7 de enero de
1979, el ejército vietnamita entra en Phnom Penh y libera Camboya del yugo de
los jemeres rojos; el país sale de cuatro años de horror.
A finales de ese
mismo mes, moribunda y demacrada, más muerta que viva, consigo, con la ayuda de
mi joven hijo, escapar de la selva en la que ha fallecido el resto de mi
familia y más de dos millones de camboyanos”
La primera edición data de 2005 y se basa en las notas
que tomó al finalizar la dictadura, por consejo de uno de los médicos que la
trataron. Denise, que ha vivido en Francia desde la llegada liberadora de los
vietnamitas, nos cuenta qué la motivó a publicarlas después de tanto tiempo:
“Un día, en el
trabajo, conozco a un profesor universitario europeo con el que hablo de los
genocidios que ocurren por todo el mundo y evoco el caso de Camboya. Con aire
contrariado, el eminente profesor me interrumpe y me dice secamente que nunca
ha existido un problema camboyano. […] Los jemeres rojos solo hicieron bien en
su país.”
“¿Cómo es posible
que semejante cabeza pensante se dejara manipular de esa forma? Gracias a este
incidente, caigo en la cuenta de que tengo que armarme de valor y poner en
negro sobre blanco ese lento descenso a los infiernos.”
Lo que sigue no es apto para todos los públicos. A pesar
de que no se recrea en absoluto y de que pasa de puntillas por los detalles más
escabrosos, los hechos están ahí, contados de una forma casi desapasionada,
pero que permite que la imaginación rellene los huecos. No es una novela, sino más
bien una sucesión de vivencias que parecen haber ocurrido a otra persona, un
diario macabro.
“Mi hijo
Jean-Jacques, de diez años, trabajaba. Recibía la ración de un adulto; su
hermana, Jeannie, una niña de siete años, como no era productiva, solo tenía
derecho a media ración. Así funcionaba la igualdad del régimen.”
Jeannie, su hija, moriría de hambre en un país que
exportaba arroz a China – cultivado por su madre en los campos de concentración
– para comprar armas.
No, no es un relato amable, pero me gusta transitar por
los caminos que otros evitan. Porque al tratarse de una dictadura de
izquierdas, el genocidio causado por los jemeres rojos no aparece tan a menudo
como algunos otros, de los que se habla sin descanso. De hecho, si uno busca en
Wikipedia, comprobará que se los considera “guerrilleros” y que continuamente
se habla del “régimen” evitando a toda costa denominarlo como lo que fue, una
dictadura (y de las más crueles).
Hubo torturas terribles, trabajos forzados, trenes de
ganado transportando personas, campos de concentración y muertos por hambre, además
de infinidad de desaparecidos, pero para determinado sector de la población, como
ese profesor mencionado en el libro, estas víctimas sencillamente no existen.
Se ve que cayeron en el bando equivocado.
Nunca he entendido el doble rasero de los que juzgan la violencia en función de la ideología de los verdugos, como tampoco comprendo a
los que miran para otro lado, sea cual sea la excusa.
En unas semanas voy a Camboya, y visitaré los centros de detención y tortura; no porque me apetezca llenar mi vida de desesperanza y
horror, sino porque quiero aprender, saber de lo que hablo y seguir pensando
por mí mismo; defender la justicia sin importarme los ideales de las víctimas
ni la matrícula de los trenes. Otros no piensan así, me consta, pero allá cada
uno con su conciencia.