martes, 23 de octubre de 2018

El infierno de los jemeres rojos


La primavera pasada, buscando qué comprar en la madrileña Feria del Libro, descubrí esta reedición y no pude resistirme. Menos aún cuando ya habíamos decidido cuál sería nuestro viaje en 2018.


Denise Affonço, su autora, nació en Camboya en 1944, de padre francés y madre vietnamita. Es, en sus propias palabras, un producto del colonialismo, y nos cuenta en este libro su propia historia, que no es la del país asiático ni la de Pol Pot.

Ya en las primeras páginas, queda claro que vamos a enfrentarnos al horror más despiadado:

“El 7 de enero de 1979, el ejército vietnamita entra en Phnom Penh y libera Camboya del yugo de los jemeres rojos; el país sale de cuatro años de horror.

A finales de ese mismo mes, moribunda y demacrada, más muerta que viva, consigo, con la ayuda de mi joven hijo, escapar de la selva en la que ha fallecido el resto de mi familia y más de dos millones de camboyanos”

La primera edición data de 2005 y se basa en las notas que tomó al finalizar la dictadura, por consejo de uno de los médicos que la trataron. Denise, que ha vivido en Francia desde la llegada liberadora de los vietnamitas, nos cuenta qué la motivó a publicarlas después de tanto tiempo:

“Un día, en el trabajo, conozco a un profesor universitario europeo con el que hablo de los genocidios que ocurren por todo el mundo y evoco el caso de Camboya. Con aire contrariado, el eminente profesor me interrumpe y me dice secamente que nunca ha existido un problema camboyano. […] Los jemeres rojos solo hicieron bien en su país.”

“¿Cómo es posible que semejante cabeza pensante se dejara manipular de esa forma? Gracias a este incidente, caigo en la cuenta de que tengo que armarme de valor y poner en negro sobre blanco ese lento descenso a los infiernos.”

Lo que sigue no es apto para todos los públicos. A pesar de que no se recrea en absoluto y de que pasa de puntillas por los detalles más escabrosos, los hechos están ahí, contados de una forma casi desapasionada, pero que permite que la imaginación rellene los huecos. No es una novela, sino más bien una sucesión de vivencias que parecen haber ocurrido a otra persona, un diario macabro.

“Mi hijo Jean-Jacques, de diez años, trabajaba. Recibía la ración de un adulto; su hermana, Jeannie, una niña de siete años, como no era productiva, solo tenía derecho a media ración. Así funcionaba la igualdad del régimen.”

Jeannie, su hija, moriría de hambre en un país que exportaba arroz a China – cultivado por su madre en los campos de concentración – para comprar armas.

No, no es un relato amable, pero me gusta transitar por los caminos que otros evitan. Porque al tratarse de una dictadura de izquierdas, el genocidio causado por los jemeres rojos no aparece tan a menudo como algunos otros, de los que se habla sin descanso. De hecho, si uno busca en Wikipedia, comprobará que se los considera “guerrilleros” y que continuamente se habla del “régimen” evitando a toda costa denominarlo como lo que fue, una dictadura (y de las más crueles).

Hubo torturas terribles, trabajos forzados, trenes de ganado transportando personas, campos de concentración y muertos por hambre, además de infinidad de desaparecidos, pero para determinado sector de la población, como ese profesor mencionado en el libro, estas víctimas sencillamente no existen. Se ve que cayeron en el bando equivocado.

Nunca he entendido el doble rasero de los que juzgan la violencia en función de la ideología de los verdugos, como tampoco comprendo a los que miran para otro lado, sea cual sea la excusa.

En unas semanas voy a Camboya, y visitaré los centros de detención y tortura; no porque me apetezca llenar mi vida de desesperanza y horror, sino porque quiero aprender, saber de lo que hablo y seguir pensando por mí mismo; defender la justicia sin importarme los ideales de las víctimas ni la matrícula de los trenes. Otros no piensan así, me consta, pero allá cada uno con su conciencia.

lunes, 8 de octubre de 2018

Aquatis

He llegado a un punto en el que de la prensa escrita solo leo los titulares, pero de vez en cuando me encuentro con algún artículo que me abre los ojos a nuevos horizontes. Tal es el caso de este acuario que os traigo hoy al blog.




Una rápida búsqueda en Intenet y me informo de precios y horarios; también sobre cómo llegar. No es barato, la entrada cuesta CHF 29, pero abre durante buena parte del día y lo tengo a unas tres horas de tren desde casa. Una vez más, toca madrugar.

El domingo me despierto a las 6.40 y un poco más tarde ya estoy en un tren camino de Lausanne. Allí, después de subir trabajosamente una cuesta empinada, tomo el metro, que me deja en la puerta del acuario.    


Estamos acostumbrados, al menos yo, a los de agua salada, pero en este caso conoceremos especies de lagos y ríos de los cinco continentes. No en vano, es el acuario de agua dulce más grande de Europa. Se representan 20 ecosistemas, en 46 tanques y terrarios, en los que podemos ver unos 10.000 peces y unos 100 reptiles y anfibios. Del lago Leman al africano Malawi, pasando por el Amazonas, con sus famosas pirañas, y el río Níger.    




Nos esperan dos millones de litros de agua, y la visita se realiza en un espacio de 3.500 metros cuadrados que cada uno recorre a su ritmo; el de una tortuga coja en mi caso. Empiezo con un tritón alpino.


El precio puede parecer elevado, pero imagino que mantener todo esto no es barato en absoluto, así que doy por bien empleado el coste de la entrada. Se pueden adquirir por Internet, pero yo las compré en una taquilla en la que no había nadie esperando. Hay descuentos para grupos, y los lunes es más barato.




Encontramos algunas criaturas conocidas pero que solo había visto en la tele, como un dragón de Komodo. Otras, como el aligátor gar del Mississippi, eran completamente nuevas para un servidor.








En algunos casos hay que buscar a los animales con cuidado. Su quietud y camuflaje lo convierte en un juego entretenido en el que solo se me escapó la taipán del interior (Oxyuranus microlepidotus), una serpiente australiana que está entre las más venenosas del mundo. Por más que miré, fui incapaz de encontrarla. En cambio, las mangostas no paraban quietas un momento, y pude ver varios lagartos, también australianos.





El inicio del proyecto Aquatis se remonta a finales del 2000, por lo que el camino ha sido largo hasta que fue inaugurado en 2017, cuatro años después de que se pusiera la primera piedra. Antes, en 2007 se había creado la fundación que lo gestiona, entre cuyos objetivos encontramos el de dar a conocer estos ecosistemas al gran público. Es importante que seamos conscientes del impacto que general la raza humana, y debemos aprender cómo protegerlos. Esta entidad sin ánimo de lucro, se encarga de poner en contacto a científicos e investigadores con las personas de la calle, en un proceso de aprendizaje continuo.


Las nuevas tecnologías están muy presentes en esa labor educativa, y los expositores y acuarios se complementan con vídeos centrados en la importancia del agua. Quizás sea el estanque dedicado al río Mississippi el que más me haya sorprendido.



No olvidemos tampoco la colección de anfibios y ofidios, que siempre llaman la atención. Los varanos aprovechaban el calor emitido por las lámparas y luchaban entre ellos para conseguir los mejores lugares.





Las fotos no son buenas, porque hay poca luz, los animales insisten en moverse y el fotógrafo no da para más, pero confío en que os den una idea de lo que podéis encontrar aquí. Terminada la visita me dirigí al lago; hacía calor, era la hora de comer, y una cerveza siempre es bienvenida.




Solo me queda dar la enhorabuena a los responsables de este espacio. Creo que hacen un trabajo magnífico, dando a conocer estos ecosistemas que, a pesar de tenerlos tan cerca, caen a menudo en un incomprensible olvido.