Un amigo, enamorado de Lisboa, especialmente cuando la ciudad estaba vieja y descuidada, reniega ahora que se ha puesto de moda y aparece
en todos los circuitos de las agencias de viaje. Entonces, hacía falta perderse
por sus empinadas calles, conocer sus bares y restaurantes más recónditos, descubrir
algún museo olvidado y polvoriento, para apreciar una capital que no mostraba
su mejor versión al turista accidental, aquél que apenas pasaba unas horas en
ella. Había que escarbar para encontrar el tesoro.
Ahora se nota que han invertido dinero. Le han hecho
un lavado de cara y por fin la han puesto en el mapa, pero los que hemos
asistido a este proceso año a año porque la visitábamos por trabajo, estamos un
poco sorprendidos. En cierto modo añoramos esa adolescente feúcha y desgarbada
a la que nadie prestaba atención y se quedaba sin bailar. Ahora se ha convertido
en una mujer de bandera a la que sonríe el éxito y quizás sentimos celos de
todos esos nuevos pretendientes que la rodean a todas horas. Ha dejado de ser
nuestra.
En varias ocasiones os he hablado de ella, de mis
visitas al Oceanario, de esos cafés que te incitan a la lectura o de la sorprendente
arquitectura del Monasterio de los Jerónimos. Dentro de poco os llevaré a la
fundación Calouste Gulbenkian en lo que es una muestra más de mi cariño por una
ciudad que he ido descubriendo poco a poco.
Porque algo que no ha cambiado es la amabilidad y
exquisita educación de nuestros vecinos portugueses, por mucho que se vayan
apreciando ciertas prácticas asociadas con los lugares muy turísticos, como el
hecho de que algunos taxistas te intenten timar. Mucho cuidado con bajar la
guardia.
Hay luces, un clima privilegiado, mucha gente animando
las calles, multitud de restaurantes nuevos en los que cada vez se come más
variado y mejor, una oferta cultural que ha engordado, fachadas limpias y
monumentos nuevos.
Pero también hay sombras, motivadas por un turismo que
ha llegado de golpe, de improviso, pillando a esta ciudad con unas
infraestructuras insuficientes y el paso cambiado. Los precios de los hoteles
están por las nubes, pero lo peor son las interminables colas para ver
cualquier cosa que aparezca en un folleto turístico.
Como de costumbre, todos los turistas van en tropel a
los mismos sitios. Gente que no sabe ni quién ni por qué construyó la Torre de
Belém o por qué hay un rinoceronte esculpido en una de sus esquinas, pero mata por
hacerse un autorretrato frente a ella. Bueno, ya conocéis mi opinión sobre esa
forma de viajar, pero cada uno es libre de vivir como quiera.
Nosotros estábamos de celebración, y lo pasamos en
grande, que es lo que importa.
Dice mi amigo que se arrepiente de haberla recomendado tanto, y que se guardará muy mucho de dar a conocer el próximo lugar con
encanto que descubra. Y en cierto modo estoy de acuerdo con él.