martes, 23 de febrero de 2021

Cine

Mi gusto por el cine no puede sorprender a ninguno de los que amablemente pasáis por aquí, pero ha sido ahora, en este 2020 tan extraño, cuando he dado rienda suelta a la necesidad de aprender más sobre el séptimo arte. He leído varios libros sobre el tema y he visto más de 300 películas. Lo peor es que me ha parecido poco.



Lejos queda aquel día de invierno de 2019 en el que me senté a ver, por enésima vez, Con la muerte en los talones y duré veinte minutos. Me preocupé entonces, pero por fortuna fue una falsa alarma, un momento mal elegido, porque he vuelto a disfrutarla hace pocos meses y me sigue maravillando.



Veo una y otra vez las cintas que me gustan, sin comprender a los que dicen: “esa ya la he visto, ya sé de qué va…” ¿Es que acaso nos cansamos de ver Las meninas o La Gioconda? ¿Apartamos la vista cuando pasamos frente a un van Gogh o un Rembrandt ya conocidos? Con cada visionado, me sumerjo de nuevo en lo que considero una obra de arte, descubriendo matices que había pasado por alto. De este modo, hay películas que me receto a mí mismo una vez al año.



Creo que esa es la principal diferencia: que la mayoría de la gente se sienta a ver una historia, mientras que los “cinéfagos” nos fijamos en otras cosas. Consideramos que el buen cine es un compendio de muchas otras artes, un batiburrillo que suma teatro, danza e interpretación: música, pintura y fotografía. La composición, los ángulos de la cámara, los encuadres, el casting, la puesta en escena y la dirección de actores, etc. La historia es importante, pero más aún cómo te la cuentan.



El cine sublima esas reuniones en torno al fuego en las que intercambiábamos relatos bajo un cielo estrellado. Todavía hoy, seguimos arreglando el mundo sentados en un café, inventamos historias que nos emocionan y asustan, nos enamoran y nos hacen reír; o llorar. Visitamos otros mundos, reales o imaginados, de cualquier época, descubriendo calles que hemos paseado o paisajes que nos sobrecogieron, pero también lugares imposibles que nunca veremos de otra forma.



Cuando el producto es bueno, nos sentimos protagonistas y nos trasladamos al otro lado de una pantalla que se vuelve invisible. A menudo, nos identificamos con el malo, queremos que tenga éxito en su delito y nos preocupamos cuando las cosas no le salen bien, pero también nos compadecemos del débil, del que sigue el camino recto y de las víctimas inocentes. Somos valientes, intrépidos y nobles; héroes quizás. O villanos, cobardes, miedosos y traidores. Todo ello sin levantarnos del sofá.



Los decorados, el vestuario, el atrezzo, la ambientación, los pequeños detalles que dan cuerpo a una realidad bidimensional están ahí, esperando que les prestemos atención mientras los efectos especiales y los trucos cinematográficos suplen las carencias.  Mi cerebro es incapaz de prestar atención a todos los detalles en un primer visionado, pero yendo más allá de los aspectos técnicos, lo cierto es que hay cintas que me emocionan una vez tras otra.



Disfruto cuando descubro que nada es casual, que esa figurita fue elegida cuidadosamente, que la escena del principio nos anticipa el final y que el emplazamiento de la cámara responde a un plan. La fotografía dirige mi mirada sin que me dé cuenta, mientras que la iluminación resalta un rostro o nos esconde las esquinas de una habitación. El corazón se relaja y acelera al ritmo de una música que nos lleva en volandas. Los cambios de guion nos sorprenden, engatusan o disgustan, mientras los diálogos, lejos de ser casuales, responden a un trabajo previo de meses que les da prestancia y coherencia. Por eso el cine actual, mero espectáculo pirotécnico de usar y tirar en su mayor parte, me gusta menos.


No es, pues, tanto lo que te cuentan sino cómo lo hacen. Después de todo, cuando admiro un cuadro de Vermeer, lo que menos me importa es quién está representado junto a la ventana o dónde se encuentra.

jueves, 11 de febrero de 2021

Filomena en Madrid

Había empezado a nevar en serio el viernes por la tarde, y la nieve acumulada en los tejados reflejaba tanta luz que esta foto parece estar tomada en pleno día cuando en realidad ya era noche cerrada. Para entonces, ya hacía tiempo que los vehículos habían dejado de circular.



A la mañana siguiente, como era temprano, las calles amanecieron con mucha nieve pero vacías de gente, aunque poco a poco se irían llenando de curiosos armados de esquís, abrigos y cámaras de fotos.





Las grandes avenidas, las plazas y las fuentes eran difíciles de identificar bajo ese extraño manto. El espesor variaba entre los treinta y los cuarenta centímetros, quizás más, y las ramas de los árboles invadían aceras y calzadas. Más de un propietario descubriría pronto daños en su coche.








Con algunos autobuses abandonados donde habían quedado atascados, solo funcionaba el metro. Voluntarios con todoterrenos formaron enseguida un grupo en Telegram que permitió asistir a los que necesitaban transporte urgente al hospital.





Las autoridades habían fracasado en su previsión y estaban desbordadas. Los servicios de limpieza tardarían una eternidad y fueron los propios ciudadanos, algunos, una minoría, los que quitaron la nieve y el hielo como mejor pudieron.





Madrid no está preparada para una nevada de esta magnitud, eso quedó claro, y por mucho que sea algo poco habitual, Filomena sacó las vergüenzas de unos políticos que no dan la talla. Para colmo, los voluntarios de los 4x4 tuvieron que retirarse pasados unos días ya que habían sufrido amenazas y ataques personales, con daños en sus vehículos. Así es España, en lo bueno y en lo malo.




En mi vida había visto tanta nieve acumulada en una ciudad; ni en Londres ni en Bruselas alcanzó esta altura cuando viví allí. Ni siquiera en Zug, donde sus 450 msnm y su lago suavizan las temperaturas. En la Castellana, improvisada pista de esquí para algunos que usaban el metro como remonte, la nieve estaba más apisonada por el paso de los vehículos de la Guardia Civil, la policía y las emergencias.





Muy cerca, el museo de Ciencias Naturales nos recibía con un paisaje alpino en el que los niños aprovechaban el desnivel para usar sus trineos.




El monumento a la Constitución, más frío que de costumbre, mostraba también las huellas de la nieve.



Mientras tanto, el Gobierno español se frotaba las manos y miraba para otro lado, reteniendo en el aeropuerto unas máquinas quitanieves que nos habrían venido muy bien sin que hasta la fecha, nadie haya sabido explicarme por qué. Tampoco sabremos nunca qué pasó con esas otras quitanieves que fueron privatizadas por la Comunidad de Madrid, quién se llevó el dinero, ni por qué no estaban disponibles cuando más falta hacían. Una semana más tarde llegaba a Suiza, donde también había nevado. pero calzadas y aceras estaban perfectamente limpias. Cosas que pasan.