Después de haber hecho escala docenas de veces en el aeropuerto de
Frankfurt, por fin llegó el momento de ver qué ciudad se ocultaba tras él. En
realidad fue de rebote, ya que salíamos desde allí hacia Vietnam el domingo y
me pareció buena idea volar el sábado y conocer algo, aunque solo fuese por
encima, de esta ciudad alemana.
Una de las cintas de recogida de equipaje lucía así de
curiosa.
Era noviembre y en mi maleta únicamente había ropa pensada para las altas
temperaturas y la humedad de Vietnam, de modo que me abrigué con todo lo que
pude para enfrentarme a los tres grados que teníamos en Alemania.
En el hotel me habían dado un mapa, y sin conocer
mucho más de la ciudad, me lancé a recorrer sus calles un poco al azar. El
centro estaba muy animado, con familias dando el típico paseo.
Lo primero
que visité fue una iglesia, nada más salir de la estación de tren, pero me
gustó mucho más la catedral. En una foto que hay en la entrada apreciamos cómo
quedaron la catedral y sus alrededores en marzo de 1944.
Luego
me dirigí hacia el río, desde donde había bonitas vistas.
Los
puentes, con sus típicos (y dañinos) candados no podían faltar. ¿Se acabará
algún día esta estúpida moda? En la otra orilla hay varios museos, pero no tuve
tiempo de entrar en ninguno. Era tarde y ya estaban recogiendo el mercadillo
callejero.
Volví
a cruzar y me encontré con la zona financiera. Aquí, a pesar de lo avanzado del
otoño, los árboles aún estaban bonitos y me encontré a mis anchas. El cielo
nublado, las hojas amarillas y los edificios, forman un bonito paisaje urbano.
El
frío me impulsaba a caminar y llegué hasta el edificio de la ópera.
Buscaba
una cervecería donde sentarme a descansar, escribir, leer.,, pero solo encontré
cafés que estaban atestados de gente. Al final me dirigí hacia la casa natal de
Goethe, pero de ella os hablaré dentro de unos días.