Hace ya bastantes años, cuando era joven y empezaba en este trabajo en el que pronto cumpliré 27 años, mis amigos se sorprendían de que me llevara el ordenador durante las vacaciones; de que respondiera llamadas mientras ellos visitaban algún monumento o recorrían una senda interesante. Fueron muchos los días de fiesta que pasé en la oficina porque el mercado de referencia estaba abierto y alguien tenía que quedarse al pie del cañón. A ello hay que sumar algún fin de semana que otro; no demasiados, la verdad sea dicha, que en eso otros amigos han pringado más.
No lo hacía por gusto, pero sentía que era lo que tocaba, y lo cierto es que no me arrepiento en absoluto, porque ha sido un estilo de vida elegido, no impuesto, y solo por ello ya me considero un privilegiado.
Esos sacrificios, porque en esta vida nada es gratis, me han permitido desarrollar una buena carrera profesional, conocer otros países y hacer amigos de por vida, pero reconozco que también estoy pagando un precio que no todos están dispuestos a asumir.
Pues bien, después de la pandemia, me ha tocado, una vez más, orillar el coche en un área de descanso, remangarme y hacer lo imposible por adaptarme a los nuevos tiempos. Como avisé, están siendo unos meses duros, pero confío en que, como en el pasado, merezcan la pena.
No las tengo todas conmigo, porque queda mucho que remar, pero parece que podré volver a ese mundo bloguero que tanto he echado de menos. Al menos lo voy a intentar.