Se suponía que ésta sería una entrada sobre la exposición de Mariano
Fortuny en Madrid, pero no he hecho los deberes y ni siquiera he abierto el
libro que compré entonces. Entre otras cosas, porque aprovechando que por fin
hace sol aquí en Mordor, me dedico a hacer excursiones como ésta, por la Selva
Negra.
Es lo bueno de tener amigos bien dispuestos y que se
dejan convencer fácilmente. Alguno disfruta conduciendo, otros son adictos al
codillo y los más numerosos nunca decimos no a una cerveza bien tirada. Y
claro, teniendo la Selva Negra a un par de horas, sería de tontos no pasar un
fin de semana por allí de vez en cuando.
Ya hicimos una escapada parecida hace un par de años (os la conté aquí y aquí), de modo que en esta ocasión buscamos sitios
nuevos y repetimos solo uno.
Comenzamos con el bonito pueblo de Gengenbach,
localidad que aparece en la película Charlie y la fábrica de chocolate. El
viernes cenamos el mejor codillo de mi vida, acompañado de un par de cervezas,
y eso es decir mucho, porque entre Madrid, Múnich, Zúrich y otros lugares, han
caído ya unos cuantos; pero éste se deshacía en la boca como ninguno.
El
sábado nos levantamos sin prisas, aprovechando el ambiente pacífico de esta
población de apenas 11.000 habitantes, y dedicamos la mañana a pasear por el
centro histórico. En lugar de acceder por la Obertorturm, caminamos un rato
junto a la muralla.
Llegamos
así a la Iglesia de Sankt Marien, pero había una boda y no quisimos molestar,
de modo que nos asomamos a la calle principal, que estaba tomada por puestos de
todo tipo. Hacía un día precioso, los árboles estrenaban hojas nuevas, y,
aunque había gente por todas partes, se respiraba un ambiente tranquilo y
relajado.
Hay
muchas casas con el típico entramado de madera en la fachada. Todas están muy
bien cuidadas y da gusto caminar por esas calles tan limpias. Las terrazas
bullen de gente que desayuna con calma.
Un
poco más adelante encontramos el ayuntamiento, un palacio construido en el
siglo XVIII por el mismo Victor Krenz que da nombre a la calle. Frente a él hay
una hermosa fuente, pero los toldos y carpas los tapan parcialmente.
Alcanzamos
la puerta Kinzig, una torre desde la que se vigilaba la ciudad antigua y que
servía además para cobrar portazgo a quienes quisieran entrar en la población. Junto
a ella, un grupo de señoras ataca un plato de embutidos, acompañados con unas
cuantas cervezas, y, aunque nosotros no tenemos hambre, sí que cae una
cervecita; la primera del día.
Regresamos
a la iglesia, que ahora ya estaba vacía, y admiramos su curiosa y colorida
decoración.
Buscamos
un restaurante, que por aquí no faltan, y nos sorprenden los precios. Es lo
bueno de venir desde Suiza, que todo te parece muy barato.
Después
de comer, continuamos nuestro recorrido por esta parte de Alemania, pero eso os
lo cuento en otra entrada.