lunes, 28 de mayo de 2018

Selva Negra III

Se suponía que ésta sería una entrada sobre la exposición de Mariano Fortuny en Madrid, pero no he hecho los deberes y ni siquiera he abierto el libro que compré entonces. Entre otras cosas, porque aprovechando que por fin hace sol aquí en Mordor, me dedico a hacer excursiones como ésta, por la Selva Negra.

Es lo bueno de tener amigos bien dispuestos y que se dejan convencer fácilmente. Alguno disfruta conduciendo, otros son adictos al codillo y los más numerosos nunca decimos no a una cerveza bien tirada. Y claro, teniendo la Selva Negra a un par de horas, sería de tontos no pasar un fin de semana por allí de vez en cuando.


Ya hicimos una escapada parecida hace un par de años (os la conté aquí y aquí), de modo que en esta ocasión buscamos sitios nuevos y repetimos solo uno.

Comenzamos con el bonito pueblo de Gengenbach, localidad que aparece en la película Charlie y la fábrica de chocolate. El viernes cenamos el mejor codillo de mi vida, acompañado de un par de cervezas, y eso es decir mucho, porque entre Madrid, Múnich, Zúrich y otros lugares, han caído ya unos cuantos; pero éste se deshacía en la boca como ninguno.


El sábado nos levantamos sin prisas, aprovechando el ambiente pacífico de esta población de apenas 11.000 habitantes, y dedicamos la mañana a pasear por el centro histórico. En lugar de acceder por la Obertorturm, caminamos un rato junto a la muralla.


Llegamos así a la Iglesia de Sankt Marien, pero había una boda y no quisimos molestar, de modo que nos asomamos a la calle principal, que estaba tomada por puestos de todo tipo. Hacía un día precioso, los árboles estrenaban hojas nuevas, y, aunque había gente por todas partes, se respiraba un ambiente tranquilo y relajado.




Hay muchas casas con el típico entramado de madera en la fachada. Todas están muy bien cuidadas y da gusto caminar por esas calles tan limpias. Las terrazas bullen de gente que desayuna con calma.





Un poco más adelante encontramos el ayuntamiento, un palacio construido en el siglo XVIII por el mismo Victor Krenz que da nombre a la calle. Frente a él hay una hermosa fuente, pero los toldos y carpas los tapan parcialmente.



Alcanzamos la puerta Kinzig, una torre desde la que se vigilaba la ciudad antigua y que servía además para cobrar portazgo a quienes quisieran entrar en la población. Junto a ella, un grupo de señoras ataca un plato de embutidos, acompañados con unas cuantas cervezas, y, aunque nosotros no tenemos hambre, sí que cae una cervecita; la primera del día.





Regresamos a la iglesia, que ahora ya estaba vacía, y admiramos su curiosa y colorida decoración.






Buscamos un restaurante, que por aquí no faltan, y nos sorprenden los precios. Es lo bueno de venir desde Suiza, que todo te parece muy barato.




Después de comer, continuamos nuestro recorrido por esta parte de Alemania, pero eso os lo cuento en otra entrada.