Tengo en mi cabeza, desde aquellas primeras visitas a unos amigos que
vivían en Suiza, allá por los primeros años de este siglo, una imagen de
postal, con un pueblo en cuesta, una calle flanqueada de hoteles lujosos y un
lago al fondo del valle.
En enero de 2018, aprovechando uno de los por entonces escasos días de sol,
tomé un tren en dirección a St Moritz en busca de esa postal. Está lejos de
Zug, y una vez más tuve que madrugar, pero no me importó, porque ya estoy
acostumbrado.
Efectivamente, los hoteles
estaban allí arriba. Era invierno y la nieve no solo se apilaba junto a la
carretera, sino que ocultaba el lago por completo. Al fondo, las montañas,
también blancas, cubrían el horizonte.
El
lago estaba al fondo de la hondonada, pero por alguna razón no terminaba de encajar
con la postal que yo tenía en mente. El que yo recuerdo estaba en la otra
dirección, y eso me hizo dudar de que fuera el mismo sitio.
Antes de entrar en el pueblo, encaminé mis pasos hacia el museo del pintor
Giovanni Segantini, donde una señora muy amable me informó de que cerraban en
un cuarto de hora por la pausa del almuerzo. Eso sí, podía usar la misma
entrada para volver por la tarde si lo deseaba.
El caso es que, sintiéndolo
mucho, los cuadros me dijeron bien poco, y me las arreglé para verlos todos un
par de veces en esos breves quince minutos. No es que sean malos, simplemente
no son de mi estilo.
Ya en
el pueblo, cuyo nombre honra a San Mauricio – un santo cristiano procedente de Egipto
que se cree fue martirizado en la actual Suiza – pasé un buen rato dando una
vuelta, esquivando como podía las numerosas placas de hielo. La estrechez de
las calles y la sombra que proyectan los edificios impiden que la luz del sol
llegue hasta ese suelo tan resbaladizo.
La
Schiefer Turm les quedó un poco inclinada, unos tres metros en concreto. Mide
32.75 m y pesa 1.264 toneladas. Fue erigida en 1570 y reconstruida en 1672. La
inclinación data de 1797, probablemente motivada por un terremoto, y los
esfuerzos por aligerar su peso y evitar que siga inclinándose han sido
constantes desde principios del siglo XX.
Casi
sin darme cuenta, se me terminó el pueblo, pero el paisaje era tan bonito que
continué adelante. Es una de las cosas buenas de Suiza: los bosques nunca andan
lejos.
El día
soleado, el azul del cielo, la blancura de la nieve y los árboles desnudos
formaban la ecuación perfecta, y momentos así no se pueden desaprovechar.
Pionero
en el turismo de invierno en los Alpes, St Moritz lleva recibiendo esquiadores desde
hace más de 150 años. No en vano, es un centro de esquí muy conocido en todo el
mundo. Un lugar cargado de historia, famoso también por sus carreras de
caballos sobre la nieve que cubre el lago. Como yo no soy amante de los
deportes de invierno, después del paseo me busqué un buen restaurante, aunque
almorcé dentro, porque a pesar del sol, hacía demasiado frío como para sentarse
en la terraza.
No encontré la postal que iba buscando, así que tendré que volver en
verano. Quizá entonces pueda comprobar si éste era el sitio al que fui hace ya
casi dos décadas. Como veis, apenas llevo un año de retraso con mis entradas
sobre Suiza.