El pasado mayo, en vista de
que el tiempo en Zermatt no mejoraba, decidí seguir la recomendación de una
compañera griega y dar un pequeño salto a Lyon, aprovechando además que el
lunes era fiesta.
Después de una hora de avión
y de unos cuarenta minutos en tranvía y metro, emergí en pleno centro de la
ciudad, en medio de … una manifestación. No cabía duda, estaba en Francia.
Camino
con la vista puesta en subir a la Basílica de Nuestra Señora de Fourviere, pero
antes veo la iglesia de St.-Nizier.
Cruzo entonces el Ródano, paso frente al palacio de
Justicia y me adentro por las callecitas del Vieux-Lyon, que están plagadas de
cafés, cervecerías y restaurantes.
La catedral de St.-Jean tiene todas las imágenes de
la fachada y del interior destrozadas. Es un trabajo hecho a conciencia por el
barón de Andrets, calvinista, en el siglo XVI. Dentro, la mayor parte de la
iglesia está tapada por un andamio, así que la visita termina pronto. Me quedo
sin ver el reloj astronómico.
Allí cerca salen un par de funiculares. Tomo el de
la basílica y en un momento estoy allí. Es preciosa, decorada con un estilo muy
recargado y hay una misa que dura casi una hora. Aprovecho para hacer fotos del
exterior y de las espléndidas vistas de la ciudad.
Bajo y decido tomar entonces
el otro funicular, que lleva a la parte de la ciudad donde se concentran más
restos romanos
El caso
es que están abiertos al público y puedo verlos a pesar de la avanzada hora. Lo
principal está formado por dos teatros relativamente bien conservados, pero a
los que han añadido escenarios, sillas, barandillas e incluso un par de
altavoces enormes. Apenas se distingue lo que es romano bajo tanta carga moderna.
Me parece bien que se le dé uso a estos monumentos, pero siempre que se respete
su esencia, y no es el caso.
El domingo amanece radiante,
con un cielo azul en el que no hay una sola nube. Tenía pensado dedicar la
mañana al Museo de Bellas Artes, que con los horarios que se gastan los
franceses nunca se sabe y lo mismo me quedo sin verlo, pero con este tiempo
cualquiera se encierra en un edificio.
Me lanzo
a callejear sin haber desayunado. Me acerco a la iglesia de St.-Buenaventure,
que está cerrada. Paso luego junto a un bonito edificio que resulta ser la
bolsa y sigo caminando hacia el norte hasta alcanzar la Place de la Comedie,
donde está la ópera y la parte trasera del ayuntamiento.
Me asomo al otro río, al Saone, pero enseguida
asciendo por una empinada cuesta que me lleva a un jardín desde el que se
supone que hay vistas. La verdad es que los árboles y los edificios tapan
cualquier vista interesante que pudiera haber.
Por la calle Burdeau llego al anfiteatro des Trois
Gaules, que está cerrado por una verja y del que no queda demasiado.
Continúo hacia el oeste y
llego a la Place Rouville. Aquí sí hay buenas vistas de la ciudad, de la Tour
Métallique y de la basílica de la Fourviere. Desciendo hasta el río y me encuentro
con un edificio en el que han pintado personajes lyoneses célebres. Tendré que
buscar información, porque no reconozco a nadie.
Cruzo el
Ródano por la pasarela St.-Vincent y me acerco a la iglesia St.-Paul que tiene
buena pinta, pero no abre hasta las cuatro. ¿Hay algo abierto en este país?
Vuelvo a cruzar el río, esta vez por el Pont La
Feuillée y llego hasta la Place des Terraux, donde me esperan el Ayuntamiento y
el museo de Bellas Artes. También hay una bonita fuente, llamada Bartholdi.
Había leído que se trataba
del segundo o tercer mejor museo de Francia. Hay buena escultura, objetos de
Egipto y de Medio Oriente, así como de Roma y Grecia, pero las colecciones son
pequeñas.
En cuanto a la pintura,
también hay un poco de todo, y encontramos cuadros de Tiziano, Rubens y Veronés
junto a otros pintores menos conocidos. Hay algo de pintura holandesa, así como
de algunos impresionistas.
De momento lo dejamos aquí;
ya volveremos dentro de unos días a seguir con el recorrido.