Estoy
mezclando visitas a Kew Gardens, y no quiero que os hagáis un lío.
Fui por
primera vez hace más de seis años, tal y como os he ido mostrando en cuatro entradas, tres de
las cuales están en el otro blog, en las que os hablaba de este espléndido
jardín botánico. Aún tengo preparada una más que verá la luz dentro de unos
meses.
En
cambio, esta entrada y la anterior corresponden a una segunda visita, en enero
de 2015.
La mañana
fue avanzando, al igual que yo, que no me detuve ni un instante, entre otras
cosas porque los bancos y el suelo estaban mojados y la mayoría de los cafés
cerrados.
En
cualquier caso, no iba a desperdiciar una luz tan bonita. Ya comeré más tarde,
pensaba.
La tranquilidad
era absoluta, y los animales están acostumbrados a los visitantes que caminan
con ritmo pausado y en silencio. Se acercaban tanto que si me descuido piso a
esta focha común que iba despistada.
Las
ardillas, siempre dispuestas a hacer amigos con los que les ofrezcan comida
estaban por todas partes. Yo no soy partidario de alimentarlas, y siento
lástima cuando me miran con esas caritas de decepción, pero creo que es mejor
que busquen su comida sin la intervención de los humanos.
Estos son patos egipcios (si no me equivoco, que de aves
no sé mucho). Los vimos hace unos meses en Botsuana y no esperaba encontrarlos
en Londres.
El sol
cae sobre el horizonte, pero aún tengo tiempo para acercarme al camino que
Xstrata construyó para ver los árboles a la altura de las copas. Desde aquí
podemos ver el invernadero que está en obras.
Los
caminos parecen infinitos. Este me lleva hasta otro invernadero, pero la
diferencia de temperatura es tan brutal que salgo huyendo antes de que la
cámara sufra los efectos del agua condensada.
Aún me
queda un trecho para llegar al hotel, estoy hambriento y cansado de caminar,
así que me encamino hacia el metro, que no anda muy lejos y dejo atrás este
paraíso.